Página principal

  Deanol

  Smart drugs 

  Ginkgo biloba

  Sulbutiamina

  Cafeína

  Suplementación 

  Vitamina B12
  Betabloqueantes
  Nutrición
  Eficacia
  Malas sustancias
  Malos alimentos
  Psicofármacos
  Consejos de dieta

  Sobre el autor

.
  Campañas anti-droga: eslóganes, hipocresía y paripés
 

 

Artículo publicado en la revista Spannabis Magazine

 

“Drogas, ¿para qué? Vive la vida”, “Engánchate a la vida”, “Cada vez cuenta”, "Drogas: ¿te la vas a jugar?”, “Las drogas deciden cuándo te cambia la vida”: una y otra vez, sucesivas campañas anti-droga organizadas por instituciones oficiales, dirigidas a los ciudadanos en general y a los jóvenes en especial. ¿Consiguen algo estas iniciativas en las que muchos parecen poner toda su buena voluntad? Evidentemente no, a juzgar por los datos que nos ofrecen año tras año. Eslóganes anti-droga, partidos de fútbol contra la droga…, pero ¿acaso hay alguien que esté a favor de la delincuencia, marginalidad y cuestiones de salud que surgen en torno a este problema? Puede que sí: los que se benefician con su existencia, los traficantes y camellos; pero también todo el entramado de instituciones anti-droga y la red de control del Estado, incluyendo sus agentes represores con sus leyes, reglamentos y decretos, cuya existencia no tendría sentido sin ese chivo expiatorio que les sirve de excusa para autojustificarse. Y no olvidemos a los científicos e investigadores financiados por subvenciones y que no paran de hablar de los daños para nuestro organismo. Si el propósito de los drogabusólogos −llamados así por su machacona insistencia en lo que ellos llaman “drogas de abuso”− fuera de verdad combatir algún asunto de salud pública, abandonarían su sectarismo, defenderían la legalización −o normalización, como se quiera− y se dedicarían a investigar sobre las sustancias que crean muchos más problemas que esas que tanto odian.

Digámoslo sin rodeos: las opiniones al uso en este tema son una pura patraña. No necesitamos convencer a los lectores de una publicación antiprohibicionista como Spannabis Magazine, pero la mayoría de los ciudadanos está demasiado influida por los gobernantes y los medios de comunicación a su servicio. Como bien sabemos por los especialistas en historia de las drogas (en España contamos con dos excelentes autores como Antonio Escohotado y Juan Carlos Usó[1]), el problema de la droga no existía antes de que fueran prohibidas. No había delincuencia asociada a ellas, ni enfermos arrastrándose por calles y centros médicos, exceptuando a los alcohólicos. La decisión del gobierno de Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, de controlar el consumo de sustancias psicoactivas −presionado por sectores puritanos con fuerte poder económico y por la entonces incipiente industria del medicamento− dio comienzo a la cascada de leyes, reglamentos, persecuciones y prohibiciones iniciados por casi todos los países del mundo y que persisten hoy día, como una muestra más del dominio norteamericano sobre el resto de naciones. Simultáneamente se protege y se fomenta el consumo de otras drogas: las que dejan grandes beneficios empresariales a multinacionales tabaqueras, alcoholeras y farmacéuticas, a la vez que impuestos al erario público. Mientras todos los bienpensantes se escandalizan al oír hablar de drogas, nadie se incomoda al acudir a la farmacia a comprar tranquilizantes, analgésicos o antidepresivos. Y tampoco por el consumo de alcohol y tabaco, que producen −de forma directa o indirecta− millones de enfermos y muertos cada año.

¿No será que los mismos que prohibieron el libre consumo de sustancias psicoactivas fueron los causantes, voluntaria o involuntariamente, de todos los inconvenientes asociados con ellas? El llamado “problema de la droga” fue originado por su prohibición, lo cual queda demostrado por la historia anterior y posterior. El ser humano, desde que es tal y durante milenios, ha tomado todo tipo de sustancias, guiado por la sabiduría popular y el sentido común, y nunca antes de nuestra época se originaron problemas sociales. Las drogas en sentido amplio, el correcto, no el manipulado son algo tan normal como la comida, y de hecho la naturaleza nos las ofrece en forma vegetal: cannabis, opio, hoja de coca… ¿Qué pensaríamos si el eslogan de una campaña dijera “alimentos no”? Nos reiríamos o creeríamos que es obra de un loco. El consumo de psicoactivos es tan antiguo como el hombre, y seguramente es un hecho consustancial nuestro, a pesar de que durante estos últimos cien años intenten hacernos creer lo contrario. En cambio, el siglo XX y lo poco que llevamos de siglo XXI han visto aparecer todo tipo de cuestiones legales, vitales, médicas y éticas relacionadas con ellos. Aun cuando el lector no comparta mi punto de vista, no creo que pueda indicarme muchos éxitos del prohibicionismo, por lo que incluso a efectos prácticos la penalización del consumo y posesión es contraproducente.

Deciden por nosotros, nos prohíben tomar lo que la naturaleza y la química ponen a nuestro alcance. Además, este asunto constituye un buen chivo expiatorio al que achacar los males de la sociedad, a la vez que pretexto para justificar todo tipo de leyes represivas, control policial y entrometimiento en la vida privada de los ciudadanos. ¿Dónde quedan las proclamas que tanto nos han vendido, esos preceptos inviolables de la libertad individual contra todo tipo de totalitarismo, contra los intentos de inmiscuirse en la conciencia de los ciudadanos, el caballo de batalla del liberalismo? La realidad es que los intereses económicos están por encima de las convicciones ideológicas (el típico pragmatismo del buen comerciante, ya saben ustedes): el dinero manda y no importa contradecirse; ya vendrán luego la propaganda y nuestros científicos a echarnos una mano.

Pero las personas de bien cuentan con un argumento poderoso: las drogas legales y los medicamentos no presentan potencial de abuso, no originan sensaciones internas que incitan a consumirlas compulsivamente, cosa que sí ocurre con las drogas prohibidas. Es un argumento fácil de rebatir porque pocas sustancias crean adicción real; además, esos medicamentos y drogas legales también se toman de forma compulsiva y generan más problemas sanitarios que las prohibidas. Aún nos dirán: “las medicinas, el tabaco y el alcohol son legales y no producen las extrañas sensaciones de euforia de las drogas ilegales”. Y aquí el círculo se ha cerrado definitivamente: resulta entonces que es nocivo lo ilegal, como si la legislación sobre una sustancia pudiera influir sobre sus propiedades farmacológicas. De hecho es lo que sucede hoy día: en primer lugar el legislador decide qué se permite y qué no, y de ahí se derivan sus propiedades, cuando lo correcto sería partir de los efectos de cada sustancia −es decir, empezar por lo farmacológico− y después extraer las conclusiones legales. En cuanto a que las drogas prohibidas generen sensaciones extrañas en sus usuarios, es algo que concierne sólo al consumidor, siempre que no perjudique a nadie más, una cuestión sobre la que uno mismo tiene que decidir. El problema de fondo es que nuestra sociedad cristiana (lo queramos o no, el cristianismo es una de las bases de nuestra civilización) ve con malos ojos que alguien tome algo para sentir placer, evadirse o acceder a un tipo de conocimiento distinto, porque son extremos incompatibles con la austeridad y dedicación a la familia y al trabajo que deben llevar los fieles, quienes ya encontrarán su recompensa en la otra vida. De ahí nace el deseo de entrometerse en la vida privada, al considerar fuera de su normalidad −de su mediocridad− a quienes toman psicoactivos. Frente a esto, y como personas libres que somos, deberíamos podemos elegir lo que mejor queramos para nosotros mismos, siempre que no dañemos a los demás. Podemos exigir nuestro derecho inalienable a consumir lo que deseemos, a hacer con nuestros cuerpos y nuestra vida lo que nos venga en gana, puntos que sólo pueden negarse desde posiciones fundamentalistas, ya sean religiosas, éticas o políticas.

Los antiprohibicionistas sabemos que tenemos la razón (los más inteligentes del bando contrario también lo saben); y aunque en el campo de los argumentos la guerra está ganada, estamos muy lejos de vencer en el mundo real, porque el enemigo es fuerte, muy fuerte. ¿Por qué no ceja en su empeño? Porque, por un lado, existen presiones de fuertes empresas a las que perjudicaría la libre circulación de drogas (tabaqueras, alcoholeras, farmacéuticas). Por otro, peligraría la posición de quienes viven del tinglado anti-droga. No es menos importante que al estado no le interesa que elijamos la forma de curación, diversión, autoconocimiento o experimentación que deseemos, sino que le es más útil tener buenos ciudadanos que cumplan con su trabajo y obligaciones, que no cuestionen el orden social establecido y que utilicen las drogas que las grandes empresas les ofrecen; o bien que acudan a los gurúes oficiales (psiquiatras y ciertos tipos de psicoterapeutas), quienes les devolverán al redil con sus propias drogas (rebautizadas con el nombre de “medicamentos”) y sus terapias, para crear en ellos conformismo, adaptación al entorno y aceptación del sistema2.

Y ahora nos atrevemos a dar un paso más: si sabemos que no tienen razón, ¿por qué siguen ganando la batalla en el plano de la realidad?, ¿por qué sigue vigente la prohibición? Si sólo defendieran el prohibicionismo los pocos que se benefician −los empresarios con intereses en el sector, los gobernantes, los guardianes a su servicio, los pseudocientíficos y los funcionarios que viven del tinglado−, serían muy pocos. Lo malo −y aquí está la solución al enigma− es que el ciudadano medio, llevado por el miedo y la ignorancia, sigue creyendo su propaganda disfrazada de información objetiva. Lo queramos o no, el servilismo, la ignorancia y el deseo de llevar una vida cómoda, sin complicaciones, es lo que mueve a la mayoría de personas, y es lo que hace posible y legitima las sinrazones de nuestros gobernantes, tanto en este asunto como en todos los relacionados con la política. Como suele suceder, lo que falta es cultura y sentido crítico. Cuando alguien está bien documentado puede elegir libremente, pero no antes. La actitud contraria, la predominante, absorbida por las mentes de la mayoría, consiste en criticar y censurar sin antes conocer, aceptar los estereotipos que nos inculcan los dirigentes y quienes están a su lado. Para decidir en todos los asuntos de la vida, y en especial en cuestiones tan complicadas como ésta, hay que estar informado y no dejarse llevar por demagogos, charlatanes, rumores de la calle y medios de comunicación manipulados.

¿Queda algún argumento racional para defender la prohibición del consumo de todo aquello que queramos, dejando a un lado posturas dogmáticas, interesadas, prejuicios sin fundamento y posiciones mediatizadas por malas experiencias propias o de algún familiar? Seguramente no; ni tampoco para la organización de esas inútiles campañas anti-droga, simple escaparate para que instituciones, organismos oficiales y dirigentes políticos mejoren su imagen, y con las que la ciudadanía es engañada y manipulada. ¿Hay en ellas algo más que la hipocresía de unos y la ingenuidad de otros?

 

 Juan Carlos Ruiz Franco es profesor de Filosofía, nutricionista deportivo y autor del libro “Drogas Inteligentes” (http://www.drogasinteligentes.com)

 

 

[1] Escohotado, Antonio: Historia General de las Drogas, Espasa Calpe.
Usó, Juan Carlos: Drogas y cultura de masas (España 1855-1995), Taurus y Spanish trip    (La aventura psiquedélica en España), La Liebre de Marzo.

 

2 Thomas Szasz, profesor de psiquiatría, ha escrito sobre dos temas relacionados con lo que hemos expuesto: Nuestro derecho a las drogas, Anagrama, El mito de la enfermedad mental, Amorrortu y La fabricación de la locura, Editorial Kairós.

 

 

 

 

Página principal

 

 
.